El día que nací había un gato esperando al otro lado de la puerta. Mi padre
fumaba en Mar del Plata, en el patio. Mi madre dice que fue un parto
difícil, a las cuatro y veinte de la tarde de un día de verano. El sol
rajaba la tierra. Los
jóvenes Borges y Bioy Casares paraban cerca de ahí, en Los Troncos
alucinando las historias de don Isidro Parodi. A Borges lo seguían los
gatos. En una de sus fotos más hermosas está junto a María Kodama, que
tiene uno en brazos; Borges lo acaricia como a un amigo.
A mi un
gato me trajo la solución para Triste, solitario y final. Un negro de
mirada contundente, muy parecido a Taki, la gata de Chandler. Otro, el
negro Veni, me acompañó en el exilio y murió en Buenos Aires. Hubo uno
llamado Peteco que me sacó de muchos apuros en los días en que escribía A
sus plantas rendido un Ieón. Viví con una chica alérgica a los gatos y
al poco tiempo nos separamos. En París, mientras trabajaba en El ojo de
la patria, en un quinto piso inaccesible, se me apareció un gato
equilibrista caminando por la canaleta del desagüe. Para sentirme más
seguro de mi mismo puse un gato negro al comienzo y uno colorado al
final de Una sombra ya pronto serás.
Para decirlo mal y pronto: hay
gatos en todas mis novelas. Soy uno de ellos perezoso y distante. Aunque
nunca aprendí la sutileza de la especie. Ahora mismo, una de mis
gatas se lava las manos acostada sobre el teclado y tengo que apartarla
con suavidad Para seguir escribiendo. Hace cinco meses que no prendemos
un cigarrillo. Juntos sufrimos el vejamen de la abstinencia y !a vida
limpia. Hace unos meses esta habitación era un quemadero de fragancias
maravillosas. Tabacos de la Argentina, de Cuba y de Holanda, ya no;
resignamos algo de la utilería que compone a los duros: cigarrillos,
sombrero, impermeable, el revolver de juguete. Los fantásticos vampiros
de Matheson; entre los que estaban Laurel y Hardy y el realismo
romántico de Chandler, sobreviven a las modas y las vanguardias porque
el lector quiere verse ahí en sangre de papel. Necesita leer sus miedos.
Con eso Stephen King escribe ahora una obra excesiva e inquietante. En
uno de sus libros, un personaje acusa de plagiario al narrador, le mata
el gato y se lo deja frente a la puerta. Es un momento insoportable en la
literatura de terror. Algo cercano a los escalofriantes efectos de H.P.
Lovecraft. Todos los escritores con corazón se han ganado un gato que
los sigue y los protege. Tal vez el de Gibbins, cercado por el fuego, le
haya pedido auxilio en nombre de los gatos inspiradores: el del Dante,
el de Baudelaire, el de Lewis Carrol, el de Borges. Y ahí fue el
director de pobres películas, a purificarse en el incendio y cumplir con
el ritual de todos los demonios.
Un escritor sin gato es como un
ciego sin lazarillo. No es posible usar al gato para nada personal, no
hay manera de privatizarlos. En La noche americana, Francois Truffaut
aconseja a las realizadores de cine no meterse jamás con un gato en
acción. También me lo dijo Hector Olivera a la hora de escribir el guión
de Una sombra ya pronto serás. ¿Cómo hacer para que dos gatos de cine
interpreten disciplinadamente a los que aparecen en la novela? Yo los
puse en el libreto nada más que para aplacar mis miedos. Con una
sonrisa; Olivera me dijo que estaba loco: un gato actor, el negro,
tendría que seguir al personaje de Miguel Angel SoIá, lavarse a su lado
comerse una laucha y echarse a dormir. El otro un colorado, aparece al
final, poco después que Pepe Soriano, el Coluccini de la película, haya
tenido una charla con Dios. Olivera decidió que no hubiera gatos, pero
creo que estoy a tiempo de convencerlo de que ponga al menos una
silueta. Cuando hablábamos de eso, todavía Gibbins no se había arrojado
al incendio. Yo creía, Dios me perdone, que Matheson se había muerto de
viejo. Pero no: allí estaba, peleando frente al fuego, apartando maderas
en llamas, abriendo un camino para que su gato pudiera escapar con él.
En el revoltijo alcanzó a salvar una carpeta con su último manuscrito.
Es que siempre cuando uno rescata un manuscrito, hay un gato adentro.
Cuando
yo era chico mi gato Pulqui era mono, león, pirata y bandolero. Yo lo
acechaba entre las plantas del jardín y me le tiraba encima con el
cuchillo de madera entre los dientes. Ahora mi hijo combate contra la gata Virgula
que le devuelve los golpes. Son arañazos de mentira, en un revoltijo de
sillas volteadas y malvones floridos. Las suyas, como las mías antes,
son fantasías de selvas y mares, de castillos y mosqueteros. Esos años
felices e irrecuperables en los que uno aprende, si aprende algo, que
los gatos nos traen a domicilio el misterio de la creación. Chandler
les atribuía toda la sabiduría y creía que provocaban la explosión
creadora. Un día le pidieron que hablara de Philip Marlowe y prefirió
que fuera Taki la que la hiciera por él. Pretendía que era la gata quien
escribía sus novelas bien entrada la noche: A mí suele pasarme algo
parecido.
Richard Matheson perdió todo; la casa los muebles y los
premios, pero alcanzó a salvar lo esencial: esa mirada que lo sostiene
por las noches, cuando la palabra no viene y la novela no avanza. Esa
mirada que nos atornilla al sillón, ese ronroneo que precede a la
llegada del diablo.
Poe, Lovecraft y Matheson asociaron los gatos al
horror; en los dibujos animados Willam Hanna y Joe Barbera le dieron a
Tom El papel de víctima y al ratón Jerry el de la picardía. El
gato Félix fue un gran héroe yanqui de los años treinta, puritano y
travieso. El Fritz the Cat, de Ralph Baskhi y Robert Crumb, sintetizó
los eróticos y crueles años de mi juventud; apareciendo en 1968, Fritz
es el primer gato de dibujo que vuelve de Vietnam, se droga, callejea de
un prostíbulo a otro, fuma como un escuerzo, duerme con las mejores
chicas, incluida su hermana, y termina asesinado por una gata vieja a la
que había abandonado en tiempos mejores.
En cambio, Walt Disney
detestaba a los gatos. Recién en 1970 se decidió a crear un personaje
que, por supuesto, no le dejó éxito ni plata. Disney era uno de esos
tipos que nunca se hacen querer por los gatos. Creo que fue Chandler
quien lo dijo. No se si en la biografía del detective Marlowe o en la propia. Hace
unos días, una investigadora que prepara un libro de reportajes a
escritores argentinos nos pidió a sus entrevistados que trazáramos cada
uno una breve autobiografía. ¿Como hacerlo? ¿Cómo hablar de nosotros si
no sabemos quienes somos? Le dije que yo no tengo biografía. Me la van a
inventar los gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en
el redondel de la luna.
Página 12, Domingo 28 de noviembre de 1993
No hay comentarios:
Publicar un comentario